El presidente Emmanuel Macron quiere negociar para calmar la revuelta social que vive Francia. Ha pedido a su primer ministro encontrarse hoy con una delegación de “chalecos amarillos” y con los representantes de la oposición. El futuro de su mandato -y de Francia- se juega a partir de hoy.
“Situación insurreccional”. “Guerrilla urbana”. “República mancillada”. “Democracia en peligro”. La segunda potencia europea nunca habría podido imaginar que similares conceptos pudieran serle aplicados. Pero la violencia y el caos desatados en París y otras ciudades este sábado justifican de sobra la inflación semántica que la revuelta de los “chalecos amarillos” ha provocado en Francia.
El paseo de Emmanuel Macron sobre las ruinas de la batalla en el París más “chic”y turístico, a su regreso del G-20, fue muy distinto a su “itinerario de la memoria” con motivo del Armisticio de “la Guerra del 14”, cuando recorrió pueblos al encuentro de sus habitantes, en el ejercicio que se ha impuesto: utilizar la historia para justificar su política y designar a sus enemigos de hoy.
Pero la Francia olvidada, la Francia que muchos políticos –y muchos periodistas parisinos- descubren hoy a través de la protesta de los “chalecos amarillos”, no quiere lecciones de historia ni se siente sensibilizada por las próximas citas electorales. El movimiento de protesta exige respuestas desde hace tres semanas y ve cómo parte de sus miembros se radicalizan o justifican a las hordas de “casseurs” (destrozadores o reventadores) profesionales que asolaron el “París central” el sábado.
El presidente francés no ha cambiado hasta ahora su postura sobre la protesta, que es una postura no solo coyuntural, sino de principios: no quiere ceder ante la calle; no quiere, por decirlo más vulgarmente, envainársela y renunciar a medidas que forman parte del corazón de sus reformas y del programa electoral que le aupó al poder. No quiere pasar a la historia, repite, como sus predecesores, incapaces según él de implementar reformas durante los últimos 40 años, por recular ante protestas y huelgas.
Peticiones cada vez más maximalistas
Pero esa cerrazón, para algunos, incluidos diputados de su propio partido, podría entenderse si se hace frente a cuerpos intermedios, como sindicatos, que responden a una lógica de confrontación y saben hasta dónde pueden llegar sus peticiones. Hoy el poder se ve enfrentado a un movimiento heteróclito, sin líderes reconocidos ni servicios de orden que canalicen manifestaciones y actos violentos. Un movimiento que, surgido y alimentado día a día por las redes sociales, es también una fábrica de peticiones disparatadas y de falsas noticias.
Por eso, la oferta de negociación de un grupo autodenominado “Chalecos Amarillos Libres”, es una oportunidad que se le ofrece a Macron para intentar apagar la hoguera social. En ese grupo figuran algunos de los “chalecos amarillos” más conocidos, por el simple hecho de haber aparecido en televisión y, también, por expresarse con más fluidez ante la prensa.
Los “Chalecos Amarillos Libres” publicaron ayer una columna en “Le Journal du Dimanche” en la que afirman “querer ofrecer al gobierno una puerta de escape”. Pero esa mano tendida al diálogo va cargada de una serie de peticiones, como la organización de referendos regulares “sobre las grandes orientaciones sociales”, la “congelación” de la tasa sobre el gasoil, la anulación del endurecimiento del control técnico a los vehículos, o la adopción del sistema electoral proporcional “para que la población esté mejor representada en el Parlamento” (Asamblea y Senado).
Como era de esperar, desde cada peaje, rotonda o gasolinera bloqueada por “chalecos amarillos” la iniciativa de los “libres” tuvo una acogida negativa. No es de extrañar cuando las exigencias del movimiento han ido aumentando hasta llegar a pedir la dimisión de Macron, la instauración de una “asamblea popular” en sustitución del Parlamento”, la renacionalización de empresas, el aumento del salario mínimo neto de 1188 actualmente a 1300, o la imposición de un límite de 15.000 euros al mes de los altos sueldos en las empresas públicas.
Desde cada rincón de Francia se niega representatividad a los “Chalecos Amarillos que “osan” dialogar con miembros del gobierno. El viernes pasado, Matignon, la sede del primer ministro vivió una escena tragicómica cuando dos protagonistas de la protesta se reunieron con el jefe de gobierno y el Ministro de Ecología. Uno ni siquiera dio su nombre y entró y salió por una puerta discreta. El otro dijo que no representaba a nadie.
“Violencia comprensible”
Banjamin Cauchy, uno de los lideres más mediáticos de los “chalecos amarillos” y firmante de la tribuna de “los Libres”, ya advertía la semana pasada sobre la desconfianza de los rebeldes contra los que quieren representarles: “En cuanto aparezco en un estudio de televisión, algunos me asocian ya a “la casta”. En un artículo escrito en el semanario conservador “Valeurs Actuelles”, Cauchy, exvotante de centroderecha, manifestaba antes de “la batalla de París” el temor a una radicalización de parte de algunos de los chalecos amarillos: “Hay comportamientos no racionales. Algunos solo buscan ya el enfrentamiento físico. Es triste pero comprensible si se tiene en cuenta la situación que vive el país”.
Cierto es que el gobierno despreció en un primer momento al movimiento de protesta. Para el portavoz del gabinete, Benjamin Griveaux, “tipos que circulan con gasoil y fuman sin parar no forman parte de la idea que nos hacemos del futuro”. Era la confirmación del menosprecio de las llamadas “elites” urbanas que han sabido aprovechar el fenómeno de la globalización y consideran que lo progresista y moderno es utilizar patinetes y automóviles eléctricos.
Pero esos responsables políticos y mediáticos no han querido ver la realidad de otra Francia cuya prioridad no es el medio ambiente. Para esos franceses que habitan en zonas rurales o periurbanas el “fin del mundo” es menos importante que “el final de mes”. Es la Francia que ve cómo sus servicios públicos desaparecen: hospitales, oficinas de correos, gendarmerías o escuelas, mientras siguen aumentando los impuestos. Son los ciudadanos franceses que trabajan en París, pero viven a más de 60 kilometros porque no pueden pagar un alquiler en la capital. O la clase media-baja que compró una casa individual lejos de las capitales y que ven cómo se reducen los transportes públicos mientras se les culpabiliza de polucionar.
Nunca como hoy el nombre del geógrafo Christophe Guilluy es tan repetido por los medios. Fue él quien desde hace años y en cuatro libros describió lo que vive el país. Pero entonces se le tachó de hace el juego a la extrema derecha.
Le Pen y Mélenchon, por elecciones anticipadas
El primer ministro, Édouard Philippe, recibe este lunes a la delegación de chalecos amarillos después de encontrarse con los responsables de los partidos políticos representados en la Asamblea Nacional. La gravedad del momento exige esa medida, por cierto, demandada desde el sábado por Marine Le Pen. La jefa de Reagrupamiento Nacional, que fue la primera en intentar capitalizar el descontento amarillo, pide la disolución de las cámaras y la celebración de nuevas elecciones, pero, eso sí, con un sistema electoral proporcional que refleje en escaños los millones de votos que recibe y que ahora solo le reportan ocho de los 577 de la Asamblea.
Le Pen ha sido la cabeza de turco que el Ministro de Interior utilizó para desacreditar a los chalecos amarillos en la protesta del 17 de noviembre, arguyendo que los destrozos eran obra de “grupos sediciosos” alentados por la líder del antiguo Frente Nacional. Una burda maniobra de manipulación que no solo denunció la protagonista, sino también los responsables de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon y del Partido Socialista, Olivier Faure. Le Pen sería, para expertos en sondeos y para los propios cabecillas de los “chalecos amarillos”, la principal beneficiada si la situación no mejora y se llega a los comicios europeos sin soluciones para atajar la protesta.
Por eso, desde el otro extremo del escenario político, Mélenchon se esfuerza en recuperar para La Francia Insumisa la rabia de los amarillos. El exsocialista y ahora líder de la extrema izquierda francesa también pide elecciones anticipadas. La crisis actual le sirve también para tapar la grave situación interna por la que atraviesa su partido, algunos de cuyos responsables han dimitido no solo por disensiones ideológicas, sino también por la reacción violenta de Melenchon ante el registro que jueces y policías realizaron en su domicilio privado y en la sede de su formación.
El responsable de Los Republicanos, el partido de centroderecha –más dividido que nunca– exige a su vez un referéndum sobre todos los impuestos aplicables a los combustibles. El problema para Laurent Wauquiez es que es inaudible incluso dentro de sus propias filas, por mucho que insista en “frenar este engranaje de cólera y violencia”.
Para la oposición está claro. Hay que rejugar el partido para obtener rédito del descontento, sin tener que esperar cuatro años a nuevas elecciones. Pero su sentido de la responsabilidad ante el país también será juzgado y puede sufrir daño.
“Respuesta judicial firme” o estado de emergencia
Antes de abordar posibles salidas a la crisis y de reunirse con los representantes de la oposición, Macron se centró el domingo en subrayar la respuesta al problema del orden público. Más de 200 jueces han hecho horas extras este fin de semana para llevar ante los tribunales a los más de 350 detenidos en París. La Ministra de Justicia, Nicole Belloubet ha asegurado que los culpables de la violencia recibirán “una respuesta penal firme”. Era una manera de calmar el descontento de los sindicatos policiales ante lo que habitualmente denuncian como el “laxismo de la Justicia.”
Pero los representantes de las fuerzas de orden público no solo piden un castigo proporcionado a los violentos, sino que algunos demandan la declaración del “estado de emergencia”, que en Francia podría facilitar, entre otras medidas, una mayor contundencia en la respuesta a los salvajes y, por supuesto, la prohibición de manifestaciones. Las imágenes de policías o gendarmes apaleados o perseguidos por decenas de individuosson intolerables para unos funcionarios mal pagados y no muy numerosos, que el sábado pasado no pudieron probar bocado durante 24 horas.
El Prefecto de París, principal responsable de la operación policial en la capital reconoció que las acciones de violencia fueron protagonizadas por grupos de ultraizquierda, ultraderecha (hay que compensar) y -ya lo reconocen ante la evidencia de las imágenes- muchos “chalecos amarillos” que se unieron a los “casseurs”. Michel Delpuech no olvidó citar entre los agresores y protagonistas de destrozos y robos a “jóvenes de la región de París”, que en la novlangue (o el Newspeak orwelliano) de lo políticamente correcto señala a las bandas de las “banlieues” que aprovechan la ocasión cuando huelen la oportunidad de pillaje en los comercios de París, o, mejor, la posibilidad de “hacerse un poli”.
La responsable de Justicia rechazó la posibilidad de instaurar el estado de emergencia, que fue aplicado por última vez en 2015, con motivo de los atentados en París, y en 2005, para frenar la violencia en los guetos que rodean París y otras grandes ciudades francesas. Por su parte, y sin esperar a las negociaciones de hoy, los “chalecos amarillos” llamaron el mismo sábado a través de las redes al “Acto IV” de protesta en la capital. Nadie puede imaginarse en este país que pueda volver a repetirse el escenario del pasado sábado. Pero tampoco era previsible hace más de una semana que los manifestantes desbordaran el operativo policial que cerraba los Campos Elíseos, dejando las calles adyacentes a la merced de la furia destructora.
El presidente Macron tiene menos de cinco días para frenar un nuevo episodio de horror y eliminar el fantasma de pérdida de vidas que ya se teme. Las medidas antidisturbios exigen decisiones rápidas que quizá no coincidan con el “tempo” de las soluciones sociales para apaciguar la protesta. Hoy empieza la cuenta atrás.